jueves, 24 de octubre de 2013

PASO DEL NORTE

Me voy lejos, padre; por eso vengo a darle el aviso.
        —¿Y pa ónde te vas, si se puede saber?
        —Me voy pal Norte.
        —¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás metido en la merca de puercos?
        —Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien.
        —¿Qué estás ahi diciendo?
        —Pos que hay hambre. Usté no lo siente. Usté vende sus cuetes y sus saltapericos y la pólvora y con eso la va pasando. Mientras haiga funciones, le lloverá el dinero; pero uno no, padre. Ya naide cría puercos
en este tiempo. Y si los cría pos se los come. Y si los vende, los vende caros. Y no hay dinero pa mercarlos, demás de esto. Se acabó el negocio, padre.
        —¿Y qué diablos vas a hacer al Norte?
        —Pos a ganar dinero. Ya ve usté, el Carmelo volvió rico, trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson esa que canta canciones tristes; de a todo por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola pa oír. Así que usté ve; no hay más que ir y volver. Por eso me voy.
        —¿Y ónde vas a guardar a tu mujer con los muchachos?
        —Pos por eso vengo a darle el aviso, pa que usté se encargue de ellos.
        —¿Y quién crees que soy yo, tu pilmama? Si te vas, pos ahi que Dios se las ajuarié con ellos. Yo ya no estoy pa criar muchachos; con haberte criado a ti y a tu hermana, que en paz descanse, con eso tuve de obra. De hoy en adelante no quiero tener compromisos. Y como dice el dicho: “Si la campana no repica es porque no tiene badajo.”
        —No hallo qué decir, padre, hasta lo desconozco. ¿Qué me gané con que usté me criara? puros trabajos. Nomás me trajo al mundo al averíguatelas como puedas. Ni siquiera me enseño el oficio de cuetero, como pa que no le fuera a hacer a usté la competencia. Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás. Mire usté, éste es el resultado: nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y éste su hijo, como quien dice toda su descendencia, estamos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre. ¿Usté cree que eso es legal y justo?
        —Y a mí qué diablos me va o me viene. ¿Pa qué te casaste? Te fuiste de la casa y ni siquiera me pediste el permiso.
        —Eso lo hice porque a usté nunca le pareció buena la Tránsito. Me la malorió siempre que se la truje y, recuérdeselo, ni siquiera voltió a verla la primera vez que vino: “Mire, papá, ésta es la muchachita con la que me voy a coyuntar.” Usté se soltó hablando en verso y que dizque la conocía de íntimo, como si ella fuera una mujer de la calle. Y dijo una bola de cosas que ni yo se las entendí. Por eso ni se la volví a traer. Así que por eso no me debe usté guardar rencor. Ora sólo quiero que me la cuide, porque me voy en serio. Aquí no hay ya ni qué hacer, ni de qué modo buscarle.
        —Eso son rumores. Trabajando se come y comiendo se vive. Apréndete mi sabiduría. Yo estoy viejo y ni me quejo. De muchacho ya ni se diga; tenía hasta pa conseguir mujeres de a rato. El trabajo da pa todo y contimás pa las urgencias del cuerpo. Lo que pasa es que eres tonto. Y no me digas que eso yo te lo enseñé.
        —Pero usté me nació. Y usté tenía que haberme encaminado, no nomás soltarme como caballo entre las milpas.
        —Ya estabas bien largo cuando te fuiste. ¿O a poco querías que te mantuviera pa siempre? Sólo las lagartijas buscan la misma covacha hasta cuando mueren. Di que te fue bien y que conociste mujer y que tuviste hijos; otros ni siquiera eso han tenido en su vida, han pasado como las aguas de los ríos, sin comerse ni beberse.
        —Ni siquiera me enseñó usté a hacer versos, ya que los sabía. Aunque sea con eso hubiera ganado algo divirtiendo a la gente como usté hace. Y el día que se lo pedí me dijo: “Anda a mercar güevos, eso deja más.” Y en un principio me volví güevero y aluego gallinero y después merqué puercos y, hasta eso, no me iba mal, si se puede decir. Pero el dinero se acaba; vienen los hijos y se lo sorben como agua y no queda nada después pal negocio y naide quiere fiar. Ya le digo, la semana pasada comimos quelites, y ésta, pos ni eso. Por eso me voy. Y me voy entristecido, padre, aunque usté no lo quiera creer, porque yo quiero a mis muchachos, no como usté que nomás los crió y los corrió.”
        —Apréndete esto, hijo: en el nidal nuevo, hay que dejar un güevo. Cuando te aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás que los hijos se te van, que no te agradecen nada; que se comen hasta tu recuerdo.
        —Eso es puro verso.
        —Lo será, pero es la verdá.
        —Yo de usté no me he olvidado, como usté ve.
        —Me vienes a buscar en la necesidá. Si estuvieras tranquilo te olvidarías de mí. Desde que tu madre murió me sentí solo; cuando murió tu hermana, más solo; cuando tú te fuiste vi que estaba ya solo pa siempre. Ora vienes y me quieres remover el sentimiento; pero no sabes que es más dificultoso resucitar un muerto que dar la vida de nuevo. Aprende algo. Andar por los caminos enseña mucho. Restriégate con tu propio estropajo, eso es lo que has de hacer.
        —¿Entonces no me los cuidará?
        —Ahi déjalos, nadie se muere de hambre.
        —Dígame si me guarda el encargo, no quiero irme sin estar seguro.
        —¿Cuántos son?
        —Pos nomás tres niños y dos niñas y la nuera que está re joven.
        —Rejodida, dirás.
        —Yo fui su primer marido. Era nueva. Es buena. Quiérala, padre.
        —¿Y cuándo volverás?
        —Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso. Le pagaré al doble lo que usté haga por ellos. Déles de comer, es todo lo que le encomiendo.

        —Padre, nos mataron.
        —¿A quiénes?
        —A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos.
        —¿En dónde?
        —Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas, cuando íbamos cruzando el río.
        —¿Y por qué?
        —Pos no lo supe, padre. ¿Se acuerda de Estanislado? Él fue el que me encampanó pa irnos pa allá. Me dijo cómo estaba el teje y maneje del asunto y nos fuimos primero a México y de allí al Paso. Y estábamos pasando el río cuando nos fusilaron con los máuseres. Me devolví porque él me dijo: “Sácame de aquí, paisano, no me dejes.” Y entonces estaba ya panza arriba, con el cuerpo todo agujerado, sin músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndomele a un lado a las linternas que nos alumbraban buscándonos. Le dije: “Estás vivo”, y él me contestó: “Sácame de aquí, paisano”. Y luego me dijo: “Me dieron.” Yo tenía un brazo quebrado por un golpe de bala y el güeso se había ido de allí de donde se salta el codo. Por eso lo agarré con la mano buena y le dije: “Agárrate fuerte de aquí”. Y se me murió en la orilla, frente a las luces de un lugar que le dicen la Ojinaga, ya de este lado, entre los tules, que siguieron peinando el río como si nada hubiera pasado.
        “Lo subí a la orilla y le hablé: ‘¿Todavía estás vivo?’ Y él no me respondió. Estuve haciendo la lucha por revivir al Estanislado hasta que amaneció; le di friegas y le sobé los pulmones pa que resollara, pero ni pío volvió a decir.”
        “El de la migración se me arrimó por la tarde.
        —”Ey, tú, ¿qué haces aquí?
        “—Pos estoy cuidando este muertito.
        “—¿Tú lo mataste?
        “—No, mi sargento —le dije.
        “—Yo no soy ningún sargento. ¿Entonces quién?
        “Como lo vi uniformado y con las aguilitas esas ,me lo figuré del ejército, y traía tamaño pistolón que ni lo dudé.
        “Me siguió preguntando: ‘¿Entonces quién, eh?’ Y así se estuvo dale y dale hasta que me zarandió de los cabellos y yo ni metí las manos, por eso del codo dañado, que ni defenderme pude.
        “Le dije: —No me pegue, que estoy manco.
        —Y hasta entonces le paró a los golpes.
        “—¿Qué pasó?, dime— me dijo.
        “—Pos nos clarearon anoche. Ibamos regustosos, chifle y chifle del gusto de que ya íbamos pal otro lado cuando merito en medio del agua se soltó la balacera. Y ni quién se las quitara. Este y yo fuimos los únicos que logramos salir y a medias, porque mire, él ya hasta aflojó el cuerpo—.
        “—¿Y quiénes fueron los que los balacearon?
        “—Pos ni siquiera los vimos. Sólo nos aluzaron con sus linternas, y pácatelas y pácatelas, oímos los riflonazos, hasta que yo sentí que se me voltiaba el codo y oí a éste que me decía: ‘Sácame del agua, paisano’. Aunque de nada nos hubiera servido haberlos visto.
        “—Entonces han de haber sido los apaches.
        “—¿Cuáles apaches?
        “—Pos unos que así les dicen y que viven del otro lado.
        “—¿Pos que no están las Tejas del otro lado?
        “—Sí, pero está llena de apaches, como no tienes una idea. Les voy a hablar a Ojinaga para que recojan a tu amigo y tú prevente pa que regreses a tu tierra. ¿De dónde eres? No debías de haber salido de allá.¿Tienes dinero?
        “Le quité al muerto este tantito. A ver si me ajusta.
        Tengo ahi una partida pa los repatriados. Te daré lo del pasaje; pero si te vuelvo a devisar por aqui te dejo a que revientes. No me gusta ver una cara dos veces. ¡Ándale, vete!
        “—Yo me vine y aquí estoy, padre, pa contárselo a usté.”
        —Eso te ganaste por creido y por tarugo. Y ya verás cuando te asomes por tu casa; ya verás la ganancia que sacaste con irte.
        —¿Pasó algo malo? ¿Se me murió algún chamaco?
        —Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era rebuena, ¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo treinta pesos del valor de las escrituras.
        —Está bien, padre, no me le voy a poner renegado. Quizá mañana encuentre por aquí algún trabajito pa pagarle todo lo que le debo. ¿Por qué rumbo dice usté que arrendó el arriero con la Tránsito?
        —Pos por ahi. No me fijé.
        —Entonces orita vengo, voy por ella.
        —¿Y por ónde vas?
        —Pos por ahi, padre, por onde usté dice que se 

lunes, 2 de septiembre de 2013

UN PACTO CON EL DIABLO autor: Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. -Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? -Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. -Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas? -Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma. -¿Siete nomás? -El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre. Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté: -En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más? -El diablo. -¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido. -El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió. -Entonces el diablo... -Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted. Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió: -Ya llegarás al séptimo año, ya. Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar: -Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez? El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme: -Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted? -Siendo así... -En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza. Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos: -Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto? -El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo. -¿Y si Daniel se arrepiente?... Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí: -Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces... -No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato. -Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta. -¿Qué dice usted? -Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme. -Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés. -Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir. A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones. -Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel. -Y sigo de su parte. Pero debe cumplir. -Usted, ¿cumpliría? No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada! Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos. Hice un esfuerzo y dije: -Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa. -Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto? -Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina. -¿Su alma? Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo: -¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película. No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos. -Usted, ¿es pobre? Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme: -Usted, ¿es muy pobre? -En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine. -Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece? -Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo. -Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes. -Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta. -Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra... -Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina... -Piense usted bien, hay algo que quizás olvida... Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña: -Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo... Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta: -A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes. Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma: -Aquí, en la cartera, llevo un documento que... Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma? Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja. "Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí: -Trato hecho. Sólo pongo una condición. El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado: -¿Qué condición? -Me gustaría ver el final de la película -contesté. -¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya. La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió: -Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo. Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía: -Necesito ver el final de la película. Después firmaré. -¿Me da usted su palabra? -Sí. Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos. En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias. Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó: -Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos? La mujer respondió lentamente: -Tu alma vale más que todo eso, Daniel... El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla. Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle. Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado. Paulina me esperaba. Echándome los brazos al cuello, me dijo: -Pareces agitado. -No, nada, es que... -¿No te ha gustado la película? -Sí, pero... Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche: -¿Es posible que te hayas dormido? Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté: -Es verdad, me he dormido. Y luego, en son de disculpa, añadí: -Tuve un sueño, y voy a contártelo. Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho. Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa. FIN