domingo, 30 de octubre de 2011

LA TUMBA


Miré hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas.
Me levanté para entrar en la regadera. El agua estaba más fría que tibia, pero no lo suficiente para despertarme del todo. Al salir, alcancé a ver, semioculto, el manojo de papeles donde había escrito el cuento que pidió el profesor de literatura. Me acerqué para hojearlo, buscando algún error, que a mi juicio no encontré. Sentí verdadera satisfacción.
Al ver el reloj, advertí lo tarde que era. Apresuradamente me vestí para bajar al desayuno. Mordiscos a un pan, sorbos a la leche. Salir. Mi coche, regalo paterno cuando cumplí quince años, me esperaba. Subí en él, para dirigirme a la escuela.
Por suerte, llegué a tiempo para la clase de francés. Me divertía haciendo creer a la maestra que yo era un gran estudioso del idioma, cuando en realidad lo hablaba desde antes. En clase, tras felicitar mis adelantos, me exhortó a seguir esa línea progresiva (sic), pero un amigo mío, nuevo en la escuela, protestó:
— ¡Qué gracia!
— ¿Por qué? —Preguntó la maestra—, no es nada fácil aprender francés. —Pero él ya lo habla. — ¿Es verdad eso, Gabriel? —Sí, maestra.
Gran revuelo. La maestra no lo podía creer, casi lloraba, balbuceando tan sólo:
—Regardez l'enfant, quelle moquerie!
Mi amigo se acercó, confuso, preguntando si había dicho alguna idiotez, más para su sorpresa, la única respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada. Al fin y al cabo, poco me importaba echar abajo mi farsa con la francesita.
Salí al corredor (aunque estaba más que prohibido), y al observar que se acercaba el maestro de literatura, entré en el salón. El maestro llegó, con su característico aire de Gran Dragón Bizco del KuKluxKlan, pidiendo el cuento que había encargado. Entregué el mío al final, y como supuse, lo hojeó un poco antes de iniciar la clase. Su cara no reflejó ninguna expresión al ver mi trabajo.
Al terminar la clase, Dora se acercó con sus bromas estúpidas. Entre otras cosas, decía:
—Verás si no le digo al maestro que el cuento que presentaste es plagiado.
Contesté que me importaba muy poco lo que contara, y comprendiendo que no estaba de humor para sus bromas, se retiró.
En la tarde, me encerré en mi cuarto para escribir el intrincado conflicto de una niña de doce años enamorada de su primito, de ocho. Pero aunque bregué por hacerlo, dormí pensando en qué me había equivocado al escribir ese cuento.
En mi sueño, Dora y el maestro de literatura, escondidos bajo el escritorio, reían salvajemente al corear:
—Ahora es tu turno, ven acá.
En la siguiente clase de literatura, vi que Dora susurraba algo al maestro y que después me miraba. Inmediatamente supe que Dora había hecho cierto su chiste. A media clase, el maestro me dijo:
—Mira, Gabriel, cuando no se tiene talento artístico, en especial para escribir, es preferible no intentarlo.
—De acuerdo, maestro, pero ¿eso en qué me concierne? —Es penoso decirlo ante tus compañeros, mas tendré que hacerlo.
—Dígalo, no se reprima.
—Después de meditar profundamente, llegué a la conclusión de que no escribiste el cuento que has entregado.
—Ah, y ¿cómo llegó a esa sapientísima conclusión, mi muy estimado maestro?
—Pues al analizar tu trabajo, me di cuenta. — ¿Nada más?
—Y lo confirmé cuando me lo aseveró una de tus compañeritas.
—Dora, para ser más precisos. —Pues, sí.
—Y, ¿de quién considera que plagié el cuento, profesor?
—Bueno, tanto como plagiar, no; pero diría que se parece mucho a Chéjov.
— ¿De veras a Chéjov?
—Sí, claro —aseguró, molesto.
—Pues yo no diría, veredicto que jamás pensé que llegara a creer lo que le dice cualquier niña estúpida.
—Luego, entonces, ¿afirmas no haber, eh, plagiado, digamos, ese cuento?
—Por supuesto, y lo demostraré en la próxima clase. Tendré muchísimo gusto en traer las obras completas de Chéjov.
—Ojalá lo hagas.
Salí furioso de la escuela para ir, en el coche, hasta las afueras de la ciudad. Quería calmarme. Esa Dora, me las pagará. Tenía deseos de verla colgada en cualquiera de los árboles de por allí.
En la siguiente clase, me presenté con las obras completas de Chéjov. Pero, como era natural, el maestro no quiso dar su brazo a torcer y afirmó que debía haberlo plagiado (ahora sí, plagiado) de otro escritor: no me consideraba capaz de escribir un cuento así.
Sus palabras hicieron que mi ira se disipase para ceder lugar a la satisfacción. Como elogio había estado complicado, pero a fin de cuentas era un elogio a todo dar.
Comme un fou il se croit Dieu, nous nous croyons mortels.
DEI.AI.ANDE
En aquel momento me dedicaba a silbar una tonadilla que había oído en alguna parte. Estaba hundido en un sillón, en la biblioteca de mi casa, viendo a mi padre platicar con el señor Obesodioso, que aparte de mordiscar su puro, hablaba de política (mal).
Mi padre me miraba, enérgico, exigiendo mi silencio, y como es natural, no le hice caso. Tuvo que soportar mis silbidos combinados con la insulsa plática de don Obeso-martirizante.
Decidiendo dejarlos por la paz, murmuré un compermiso que no contestaron, y subí a mi recámara. El reloj marcaba las once y media: maldije por levantarme tan temprano. Puesto un disco (Lohengrin), lo escuché mirando el proceso de las vueltas. Vueltas, vueltas. Las di yo también. Al escucharse un clarín, me desplomé en la cama, viendo el techo azul.
Mi cuerpo se agitaba como un torrente. Todo era vueltas. En la lámpara del techo se formó el rostro de Dora y eso detuvo el vértigo. Odié a Dora, con deseos de despellejarla en vida. No había logrado verla desde el incidente con el maestro de literatura.
Me sentí tonto al estar tirado en la cama a las once del día, mirando el techo azul y—¡Pensando en esa perra! Telefoneé a Martín: no estaba, pero recordé que había ido a nadar a su casa de campo. Tras tomar una chamarra roja y mi traje de baño, salí apresuradamente.
Partí a gran velocidad hacia las afueras del Distrito. Encendí la radio: hablaban de Chéjov. Sonreí al pensar otra vez: ¡No está mal si mis cuentos son confundidos con los de Chéjov!
La gran recta de la carretera se perdía al dibujarse una curva a lo lejos, en una colina. Un coche esport me retaba a correr. Hundí el acelerador y el esport también lo hizo, pasándome. Sentí una furia repentina al ver la mancha roja del
auto frente a mí. El chofer traía una gorrita a cuadros. Está sonriendo el maldito. Furioso, proseguí la carrera con ardor. Había pasado la casa de Martín, pero insistí en alcanzar al esport.
Llegamos a la curva. El rival se mantenía adelante al dar la vuelta. Yo, temiendo darla tan rápido, disminuí la velocidad. El esport no lo hizo y la dio a todo vapor.
Un estruendo resonó en mis oídos, mientras la llamarada surgía como oración maléfica. Frené al momento para ir, a pie, hasta la curva. El esport se había estrellado con un camión que transitaba en sentido contrario. Una ligera sonrisa se dibujó en mi cara al pensar: Eso mereces. Di media vuelta.
Al llegar a casa de Martín, estacioné el coche y caminé hasta la sala. Martín, preparando bebidas, alzó los ojos.
—¡Hola, Chéjov!
—Deten tu chiste, que no estoy dispuesto a soportarlo.
—Calmaos, niñito.
—Es que ya me cansó esa tonada.
—Pues desahógate —y agregó, con aire de complicidad—: ahí está Dora.
—¿Palabra?
—Yep. ¿Cómo te suena? —Interesante. —¿Qué quieres beber? —No sé, cualquier cosa.
Con un coctel en la mano, entré en un cuarto para ponerme el traje de baño. Desde la ventana vi a Dora, nadando con los amigos, aparentemente sin preocupaciones. Maldita esnob, pensé. Vestía un diminuto bikini que le quedaba bien. Tras morder mis labios, aseguré vengarme.
Salí con lentitud de la casa y me detuve un momento en el jardín, en pose. Ella, al verme, se volvió, aullando: —¡Hooola, Chéjov!
Saludé a todos, incluyéndola, y sin más me tiré al agua. Dora también lo hizo y nadamos el uno hacia el otro hasta encontrarnos en el centro de la alberca. Éramos la expectación general. Todos habían dejado de hablar y nos miraban. Por tercera vez, mis labios sintieron el contacto de los dientes. Nos miramos. Ella tenía esa sonrisa sarcástica (¿sardónica?) tan característica en su rostro.
—Nadas bien, Chéjov.
—No nado bien ni me llamo Chéjov, querida. —¿Qué te pasa? No juegues al enfadado. —¿Me crees enfadado? —Pues, viéndote ahora, sí. —Y, ¿qué opinas de eso? —Que te ves graciosísimo.
—Mmmm... Oye, permíteme hacer una pregunta con conmovedora ingenuidad. —Di.
—¿Por qué le armaste ese cuento al de literatura? —Esa clase es muy monótona, mi estimado Chejovín, necesitaba un poco de emoción. —Vaya...
—Además, tú me dijiste niña estúpida.
—Pero eso no está tan apartado de la realidad.
—Ahora soy yo la del vaya...
—Lo cual me agrada.
—Entonces, ¿amigos?
—¿Qué hemos dejado de serlo?
—No sé, pero de cualquier manera es bueno ratificarlo. —Sea.
Decidí terminar esa húmeda conversación haciendo un guiño al nadar hacia la orilla. Martín se acercó preguntando si había consumado mi venganza. Le contesté que habíamos ratificado nuestra amistad.
—¡Caramba! —rio—. ¡Esa sí es venganza!
Cuando se aburrieron de nadar, pasamos a la sala. Tras la repartición de bebidas, se empezó a bailar. Yo tomé mi vaso, decidido a encerrarme en un completo mutismo, pero no lo logré: Dora vino hacia mí, riendo. Intercambiamos sandeces